En muchas oportunidades he escuchado frases como, “en las escuelas rurales la educación no es como la de la ciudad”, “tienen pocas herramientas”, o simplemente “ por qué siguen abiertas estas escuelas para tan pocos alumnos, si el pueblo no está tan lejos”.
Nunca estuve de acuerdo con estas expresiones, yo fui a una escuela rural, y no había nada más hermoso que, aunque entre sueños y lagañas de la mañana, ponerse el guardapolvo, tan blanco como una nube, el peinado bien tirante con la cola de caballo alta, llegar a la escuela y volver a reencontrarte con tus compañeros, que ya eran primos o hermanos más que simplemente compañeros; y el saludo de la maestra, que también se sentía como parte de la familia.
Sin embargo, con el paso del tiempo y los años, me fui impregnando de esas ignorantes, distantes, frías y prejuiciosas miradas.
Al saber que realizaría mis prácticas docentes en una escuela rural, me impregné de prejuicios, creía que sería una experiencia aburrida, solo eran tres alumnos; pero al llegar a la escuela la maestra y un alumno nos invitaron a conocer su espacio diarios, y al momento de entrar al aula principal, algo se desmoronó, y ese algo era todo ese miedo, esa frialdad, dándole paso a que el pasado se hiciera presente, y la mañana se convirtiera en soleada, cálida y llena de sensaciones más que agradables, así regresaron esas concepciones que siempre estuvieron, pero que las había olvidado.
Me di cuenta que esos tres alumnos llenaban la escuela, ellos le daban vida, y volví a darme cuenta que en la escuela rural también se aprende, igual o mejor que en una urbana.
El sentido de pertenencia empezó a aflorar con los días, ya era parte de esa familia, a mí volvían todos los recuerdos de mi infancia, de mi primaria en una escuela rural.
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